Los días posteriores a la reunión que habían mantenido nuestros padres con el director y el resto del equipo directivo se me pasaron muy rápidos por una serie de circunstancias. En primer lugar: estaban los exámenes. Los profesores pensaban que sus alumnos eran auténticas máquinas de memorizar, así que los exámenes me obligaron a pasar bastantes horas en la biblioteca, haciendo que perdiera horas de sueño y tiempo para salir a correr por el internado. A mis amigas las seguía viendo, ya que habíamos montado un grupo de estudio, y, aprovechando la inteligencia de Kevin, le preguntábamos sobre todo lo que estudiábamos en las materias que teníamos todos en común.
Y la segunda razón fue por los ensayos de la famosa obra de “Romeo y Julieta”, que nos obligaban a Schoomaker, a mí y a un grupo de estudiantes a que tuviéramos que ensayar horas extras, debido a la cercanía del estreno, que sería después de Acción de Gracias y después del primer partido que jugaría el equipo de rugby de St. Peter contra cualquier otro de la liga juvenil de internados.
Y llegó el cuarto jueves de noviembre, Día de Acción de Gracias. Tal y como le había prometido a mi madre hacía ya algunas semanas, tuve que dejar el internado para coger un vuelo que me llevaría rumbo a Los Ángeles, concretamente al número 995 de North Beverly Drive, en Beverly Hills. La casa de mi abuela me encantaba desde que era una niña. Era una vivienda de dos plantas, con sótano y un jardín lo suficientemente grande como para tener una piscina. La casa era demasiado sencilla en comparación con el poder adquisitivo de mis abuelos Westwood, ya que mis abuelos habían montado el “Lazy Cook”, uno de los restaurantes de comida casera más famosos de Los Ángeles. Después de la muerte de mi abuelo Phil cuando yo tenía siete años, mi abuela había dejado el restaurante, y ahora las que disfrutábamos de su excelente comida éramos mi madre y yo.
Mi madre fue a recogerme al aeropuerto en su BMW rojo descapotable, que había adquirido después del divorcio. Estaba tan guapa como siempre (peinado de la peluquería, conjunto de la nueva colección de Prada, maquillaje). Pero, por algún extraño motivo, la encontraba algo nerviosa. Aprovechando que yo sacaba mis Ray Ban Wayfarer negras de mi Chanel 2.55 para que el viento no me diera en la cara, le pregunté:
- Mamá, ¿te pasa algo?
- ¿A mi? Para nada cariño – añadió con cierto nerviosismo.
Vale. Estaba nerviosa, y ahora me tocaba averiguar el porqué.
- Mamá, estás como en el día de mi puesta de largo, y eso no es normal, ya que estamos conduciendo hacia la casa de la abuela. ¿Le ha pasado algo a la abuela?
- ¿A la abuela? Pero si está más sana que tu y que yo juntas.
Vale, el problema no era mi abuela.
- ¿Te ha llamado papá por algo preocupante?
- Para nada cariño. Mi relación con tu padre es muy cordial en estos momentos.
- ¿Entonces qué te pasa? Ni que tuvieras un novio y no quisieras contármelo.
En ese momento, mi madre enrojeció como una colegiala.
- ¿Tienes novio? – pregunté sorprendida.
- No, es sólo un amigo especial.
- Mamá, no tengo ocho años. Puedes contármelo.
Mi madre apartó la vista del volante unos segundos, dedicándome una mirada de lo más cariñosa, para luego volver a concentrarse en la carretera.
- Está bien. Tengo novio.
- ¿Cómo es? – dije yo interrumpiéndola.
- Pues… Es perfecto. Es educado, caballeroso, interesante, tiene buena conversación, le gusta el arte… Tenemos muchas cosas en común.
- ¿Y de físico?
- Lena, recuerda que la belleza está en el interior.
- Pero me reconocerás que también ayuda. Y no evites la pregunta, ¿es guapo?
- Es muy atractivo.
- ¿Te gusta mucho?
- Me gusta mucho. Creo que estoy enamorada de él.
- Mamá, me alegro mucho por ti. Te lo mereces – le dije sonriendo.
Mi madre esbozó una sonrisa enorme.
- ¿Es más o menos de tu edad?
- Sólo me lleva un par de años.
- ¿No serán 20 años también?
- Créeme Lena, en estos momentos no estaría con alguien que me llevara tantos años. Además, él me lleva tres años.
- ¿Cuánto tiempo lleváis?
- Unas dos semanas. Nos vemos todos los días.
- Entonces, es alguien que trabaja contigo.
- No trabaja conmigo. Se dedica a la política. Pero créeme, en todas las conversaciones que hemos tenido apenas hemos hablado de política. El día que no cenamos juntos, vamos a comer, de paseo, al cine… Y voy a tomar el brunch con él todos los domingos. Créeme, es un hombre maravilloso.
- Por lo que dices de él, te creo.
- Pero eso no es todo. No se como ha averiguado que me encantan las peonías, pero a partir de la tercera cita que tuve con él, cada día recibo un ramo de peonías.
- Se ve que es un romántico - le dije sonriendo.
En serio, me encantaba que mi madre ahora estuviera tan feliz. Volvía a ser la persona que era antes del divorcio. Sabía que tarde o temprano volvería a enamorarse, ya que mi madre era una romántica incurable.
El resto del camino hacia la casa de mi abuela (y actual casa de mi madre), lo pasamos escuchando un CD de Michael Jackson que nunca había oído en el coche de mi madre. Mientras ella canturreaba “Remember the time”, yo hablé:
- Este CD nunca lo había oído aquí.
- Es un regalo de él. Sabe que adoro a Michael Jackson. Y sobre todo esta canción. Do you remember the time that we fell in love? – cantó ella.
- Te encanta esa canción.
- Lo sé. Es mi canción con él.
- ¿En serio?
- En serio. En nuestra primera cita, me llevó a cenar a un sitio fantástico, tendremos que ir tú y yo allí algún día, el entrecot con salsa de trufas estaba buenísimo. Y luego, me llevó a una de esas discotecas para adultos. Ya sabes, esas en las que ponen canciones de mi época. Y me acuerdo que sonó esta canción, y yo dije que era mi canción favorita. ¿Te puedes creer que esa canción también es su canción favorita?
- Mamá, definitivamente pareces una quinceañera.
Mi madre empezó a reír, y yo me uní a sus risas. Y, con la voz de Michael Jackson de fondo, llegamos a casa de mi abuela.
La casa estaba tal y como la recordaba. De un color rojizo, con las ventanas, la puerta y el porche pintados de blanco, y varios parretes de flores plantados a lo largo de la parte delantera del jardín.
Mientras mi madre descargaba mi maleta del maletero, yo corrí hacia la puerta, que sabía con seguridad que estaría abierta. La abrí, entrando en el recibidor de la casa. Las paredes estaban llenas de fotografías enmarcadas de mis abuelos, de mi madre de joven, de mi a lo largo de mi vida… Las fotografías en las que salían mis padres juntos habían sido substituidas por las fotos de Dexter, el collie crema de mi abuela.
Supuse que encontraría a mi abuela en la cocina, y en efecto, no me equivocaba. Allí estaba, totalmente inmersa en su mundo y en su forma de vida. Como sabía que ahora ella estaba ensimismada en su mundo, escuchando rancheras mexicanas mientras terminaba de cocinar las verduras, le grité:
- ¡Abuelita!
Mi abuela, volviendo a la realidad, se giró, y corrió a abrazarme también.
- Lenita, Lenita, has crecido un montón.
- Que va abuela, pero si sigo igual que siempre.
- Igual que siembre no. Estás más guapa que la última vez que te vi. Aunque estás muy delgada. ¿Acaso no te dan de comer en ese internado tan pitiminí?
- Claro que como abuela, lo que pasa es que yo no engordo.
- No te preocupes, que con la cena tan rica que ha hecho la abuela vas a engordar por lo menos tres kilos.
- Seguro que está tan rica como siempre – dije, acercando uno de mis dedos al plato que contenía puré de patata, pero no legué a probarlo, ya que mi abuela me dio con la cuchara de madera en los nudillos. - ¡Ay! ¡Abuela!
- No metas los dedos en la comida. Ya tendrás tiempo de probarla. Además, hoy tenemos invitados.
- ¿Invitados? ¿Viene la tía Martha?
Mi tía Martha no era exactamente mi tía, ya que mi madre era hija única, pero era la mejor amiga de mi madre, y ese hecho la convertía automáticamente en mi tía postiza.
- No, Martha no podía venir hoy. Tenía cena en casa de su madre.
- Entonces, ¿quién viene?
- Pregúntaselo a tu madre. Ni siquiera lo sé yo.
Vale, eso era muy raro. ¿Quién era el novio misterioso de mi madre? ¿Vendría a cenar con nosotras en esta fecha tan importante?
La mesa ya estaba puesta, así que me dispuse a ir hasta mi habitación para asearme antes de cenar. La ducha me sentó de maravilla, y para cuando ya me había vestido con un jersey fino color rojo de cachemir con los pantalones de príncipe de gales verdes, bailarinas de color rojo (ya que no me apetecía ponerme tacones) y peinado con un semi recogido, sonó el timbre de la puerta. Como estaba en el salón terminando de leer por decimocuarta vez “Desayuno con diamantes”, fui yo la que abrió la puerta, y mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré frente a frente con Johnny y su padre, Joe Morrison.
- ¡Joe! ¡Johnny! Llegáis justo a tiempo. La cena ya está casi lista. – dijo mi madre dándoles la bienvenida.
Yo todavía seguía en un medio estado de shock mientras que mi madre nos conducía al comedor, donde mi madre y yo ya habíamos puesto elegantemente la mesa. Sobre el mantel de un blanco inmaculado, descansaba la vajilla que utilizábamos todos los años con motivo de esa fecha, junto con las copas de cristales de colores y. Y, dispuestos sobre bandejas, descansaban los exquisitos platos típicos de Acción de Gracias: judías verdes, batata dulce, puré de patata con gravy, salsa hecha del jugo del pavo… Pero faltaba el tradicional pavo, que se encargó en ese momento mi abuela de depositar en el medio de la mesa. Se limpió las manos en el delantal que llevaba puesto antes de ir a saludar a nuestros invitados:
- Así que usted es el nuevo amor de Lily… Veo que esta vez mi Lily ha encontrado a alguien más adecuado para ella. El otro sólo tenía 4 años menos que yo. Encantada de conocerle señor Morrison.
- Igualmente señora Westwood. Lily me ha hablado mucho de usted. – dijo él tendiéndole una mano, que mi abuela estrechó. – Y por favor, llámeme Joe.
- Lily, por lo menos éste sabe mentir mal. Haréis buena pareja. Y tú jovencito – dijo dirigiéndose a Johnny – debes de ser el pequeño John. Aunque tampoco eres tan pequeño como te imaginaba. Supongo que tendrás la misma edad que mi Lena.
- Casi. Mi cumpleaños es dentro de dos semanas.
- Entonces como ella. Bueno, dejémonos de presentaciones y sentémonos a cenar.
Todos nos sentamos alrededor de la mesa, quedando mi abuela sentada en la cabecera de la mesa, con mi madre y Joe a un lado, y Johnny y yo al otro.
- Lily, bendice la mesa, por favor.
- De acuerdo. Tomaos de las manos.
Todos los tomamos de las manos, mientras mi madre entonaba la oración con su alegre voz.
- Señor, te damos las gracias hoy por estos alimentos que están sobre la mesa, y te pedimos que no dejes que nos perdamos, que encontremos en camino correcto cueste lo que cueste, y no dejes que nos rindamos nunca.
Las palabras de mi madre aún sonaban en mi cabeza después de que terminara. Ella hablaba sobre hacer lo correcto. ¿Estar con Christopher era lo correcto, aún sabiendo que íbamos a hacernos daño el uno al otro? ¿Y lo de no rendirse? ¿Significaba eso que debía estar con Chris aunque mi cabeza me dijera que no pero mi corazón sí?
La voz de mi abuela interrumpió mis pensamientos, despejando así mi cabeza y haciendo que regresara al mundo real.
- Joe, ¿te importaría hacer los honores?
- No se preocupe señora Westwood, yo solo soy el invitado.
- Entonces lo haré yo. – dijo mientras trinchaba el pavo.
La comida se pasó tranquila y muy amena. No podía dejar de mirar el profundo amor que mi madre tenía con Joe, demostrado con caricias, discretos besos en la mejilla y miradas llenas de significado. Estaba muy feliz por el hecho de que mi madre al fin, después de su casi depresión por el divorcio, hubiera encontrado el amor otra vez. Y lo mejor era que lo hubiera hecho con el padre de Johnny.
Según me contó Johnny horas más tarde, cuando estábamos en mi habitación, Joe se había enamorado de Carol Black cuando la había visto entrando en su clase de leyes. Tras un largo cortejo (o eso opinaba Joe, lo cierto es que fueron dos meses, Carol fue la primera chica que se le resistió), empezaron a salir juntos. El día de su tercer aniversario como novios, se casaron. Todo el mundo les había dicho que era muy pronto, pero ellos se querían, y no veían un motivo para esperar. Y a los tres años, nació la alegría de su vida, un pequeño bebé de ojos marrones igualito a Carol, al que llamaron John en honor al ídolo de Carol, John Lennon, muerto el mismo día del nacimiento de Johnny, pero unos 20 años antes.
Mientras Joe se hacía un hueco en los altos puestos del gobierno local, Carol se ocupaba del pequeño Johnny, que era el verdadero amor de su vida. Eran una familia muy feliz. Pero eso les duró poco. El día que Johnny cumplía 4 años, a Carol le diagnosticaron cáncer de mama. Había ido al médico pensando que estaba embarazada de nuevo, una de sus ilusiones. Tras dos años de lucha incansable, dos años en los que perdió el pelo pero nunca la ilusión, murió una tarde de diciembre después de decirle a Joe y a Johnny que los quería y que siempre estaría cuidando de ellos, donde quiera que estuviera.
Joe quedó destrozado, al igual que Johnny, pero tenía que hacerse el fuerte y sacar adelante a su hijo. Entonces fue cuando padre e hijo empezaron a estar juntos más tiempo. Cuando Joe consideró que su hijo ya era lo suficiente mayor como para no echarlo de menos todo el rato, relanzó su carrera política, presentándose al cargo de gobernador de California y ganando las elecciones. Cuando Johnny cumplió los 13 años, Joe lo mandó a estudiar al mismo sitio donde él se había formado, al internado de su amigo Abraham Rumsfeld.
Desde que había perdido a su madre, el único interés de Johnny era buscarle una nueva mujer a su padre, cosa que se vio interrumpida al llegar al internado, donde se concentró más en buscarse novias a sí mismo, pero aún así tenía tiempo de buscarle novias a su padre durante las vacaciones. Pero Joe no había estado con nadie desde que Carol había muerto.
Por eso Johnny, al contarle yo lo de que mi madre veía a la reunión, se le ocurrió juntarlos. Lo que no imaginaba era que ellos ya se conocían, y que había habido química entre ellos desde mucho antes de que Carol y Joe se conocieran. El resto era historia.
Johnny y yo seguimos hablando de cosas menos importantes, y hasta decidimos ver una película, ya que yo le insistí para que viéramos “Romeo y Julieta”, tanto la versión de Leonardo Di Caprio como la versión antigua, a fin de prepararme para la representación, que sería al mes siguiente, y cuando yo metí la película en el DVD de mi habitación, un pitido del iPhone de Johnny nos interrumpió.
- Johnny, ¿no puedes apagar el móvil por un segundo? Leonardo Di Caprio y Claire Danes nos esperan.
- Lo siento Lena, pero es un mensaje de Charlie.
- ¿Otra ronda de saludos para la familia?
- No, esta vez es un enlace al blog de Fionna Catchpole.
Fionna Catchpole otra vez. Ahora, en vez de papel, utilizaba un blog como medio para publicar sus cotilleos. Aunque, ahora que lo pensaba, hacía bastante que no publicaba nada de mí o de mis amigos. Y eso era extraño.
Johnny comenzó a leer, y rápidamente su cara perdió color, quedándose como medio paralizado.
- ¿Qué es lo que pasa Johnny?
Con mis palabras, Johnny volvió a reaccionar.
- No, no es nada.
- Si no fuera nada no te habrías puesto blanco. Venga, enséñame qué es eso.
- No Lena. Es mejor que no lo veas.
- John, no me obligues a quitarte el iPhone. Dámelo.
Johnny no opuso demasiada resistencia cuando se lo quité de la mano. Lo que vi en esa pequeña pantalla fue lo que no podría haberme imaginado nunca.
En la foto que se mostraba, salían Schoomaker y Blondie Fox, ambos bailando en el medio de la pista de una discoteca, con pinta de estar muy bebidos, besándose.
¿Qué había hecho yo para merecer esto? ¿Por qué tenía que enamorarme del hombre más capullo de todo el planeta? ¿Por qué? ¿Acaso no merecía ser feliz como el resto del mundo? ¿Era la venganza del karma por haber dejado a Mark White y haber apoyado a Chris en la asamblea?
Me eché a llorar. Me sentía una tonta. Una tonta por haber confiado en Christopher Schoomaker. Por haberme dejado llevar, y por pensar, sólo por un momento, que por fin había encontrado el amor, a esa persona que estaría conmigo por el resto de mi vida.
Lloré aún más fuerte. Johnny me abrazó, impidiendo que cayera al suelo, aunque al final caí. Y de rodillas, aún seguía llorando. Porque eso era en lo único que pensaba en ese momento. Ni siquiera tenía fuerzas como para pensar en una venganza contra Schoomaker. Porque aún no era el momento, pero me vengaría de él, no iba a permitir que esto acabara así.
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