Nada ocurre por casualidad. Está comprobado. Que unas cosas ocurran y otras no, es cosa del destino, y contra el destino puedes intentar luchar, aunque a veces la lucha sea inútil. Y el hecho de que yo me marchara a estudiar a St. Peter College era cosa del destino. Simple y llanamente, y sin ninguna discusión. Pero es mejor contar todo desde el principio.
Mis padres, Albert Williams y Lily Westwood, se conocieron en Nueva York en una exposición de arte en la galería que posee una amiga de mi madre. Y pese a la diferencia de 20 años de edad (mi madre tenía 22, y mi padre 42), según mi madre, lo suyo fue amor a primera vista, circunstancia que les llevó a casarse apresuradamente tres meses después en una ceremonia a la que acudió medio Manhattan, y nacer yo, seis meses después de su boda es esa misma ciudad. De pequeña nunca me había dado cuenta de la proximidad de ambas fechas, pese a los comentarios con sorna que me hacían los inversores en la empresa de mi padre.
Crecí tranquilamente en el apartamento que poseían mis padres en Park Avenue, y fui al prestigioso St. Jude College hasta que mis padres se divorciaron. Al parecer, mi padre se lió con su secretaria, y mi madre los descubrió cuando fue a buscar a mi padre a su despacho para asistir a una gala benéfica contra el cáncer.
Qué decir que las maletas de mi padre aparecieron tiradas en el descansillo. Pero eso no fue suficiente para mi madre. Estaba muy triste, y lo único que se le ocurrió fue, al conseguir los papeles del divorcio, arrastrarme con ella a su California natal a vivir a casa de mi abuela Michelle.
En el breve tiempo que estuve en Los Ángeles, los casi tres meses que dura el verano, fui feliz. El surf, el turismo, tomar el sol en la playa, lecciones de conducir en el antiguo Golf de mi madre, montar a caballo una vez por semana y aprender a cocinar fueron las cosas que ocuparon mi verano. Eso, además de hacer un curso de fotografía e ir a fiestas en la playa con la pandilla que había formado. Mi abuela, Michelle Westwood, viuda desde hacía diez años, era sumamente encantadora, así que no me supuso ningún problema mudarme, ya que la separación de mis padres coincidió con que yo dejara a mi novio.
Pero hay cosas que hacen que tu existencia no fuera completamente feliz. Mi padre, nada más tener el divorcio, se mudó a mi antigua casa en Park Avenue con su nueva mujer y ex secretaria, Courtney Collins, una rubia con una sola neurona que no tenía más objetivo en la vida que ir a una gala de los Oscar. Al parecer, la muy bruja nos detestaba a mí y a mi madre, así que, gracias a su nueva posición de mujer casada ociosa, solo se le ocurrió empezar a amargarme la vida. Empezó a inventarse que la insultaba y que la trataba mal, y mi padre, cegado por ella y siguiendo sus consejos, más bien órdenes directas, decidió meterme en el exclusivo internado para niños ricos St. Peter College, ubicado en un pueblo perdido en el medio de Colorado, aunque a una distancia nada desdeñosa de la capital del estado, la ciudad de Denver. Absolutamente genial.
Mi madre se opuso rotundamente, pero mi padre la amenazó con quitarle mi custodia, y mi madre, después de muchas lágrimas, consintió. Y yo también, porque prefería vivir recluida en un internado en el medio de un estado del que apenas tenía información que conviviendo con la arpía con la que se había casado mi padre y volver a mi antiguo colegio y reencontrarme con mi ex, que durante mi estancia en California se había acostado con la mitad del equipo de las animadoras.
Finalmente, llegó el día en que tenía que marcharme. Mi madre condujo todo el camino hasta el aeropuerto de Los Ángeles con las ventanillas bajadas, dejando que mirara por última vez el paisaje que me rodeaba. Facturamos mis 7 maletas y luego nos despedimos llorando en la puerta de embarque.
***
Estaba sentada en el asiento de 1ª clase del avión que me llevaría al aeropuerto de Denver. Estaba aburrida. Habían puesto una película, pero estaba demasiado triste como para atender a nada. Me había dormido, y al despertar, había cogido el iPod, pero después me di cuenta de que no me apetecía escuchar música.
Sólo me apetecía llorar, pero era lo bastante orgullosa como para que nadie me viera llorar. El rato que me quedaba de vuelo lo dediqué a mirar el cielo por la ventana, buscándole formas imposibles a las nubes.
Al rato, la azafata me dijo que estábamos aterrizando. Me puse a organizar mi bolso, y sin darme casi cuenta, el avión aterrizó en el aeropuerto de Denver. Salí del avión, entré en el aeropuerto, y cuando cogí mis innumerables maletas y las transportaba en un carrito, vi a un chico que parecía de mi edad en la puerta de llegadas que sujetaba un cartel con mi nombre. Me dirigí hacia él sin pensarlo, ya que me habían dicho los del internado que me mandarían a alguien al aeropuerto.
El chico, alto, moreno y de ojos claros, habló primero:
- ¿Eres Helena Williams?
- Por supuesto. ¿Y tú eres…?
- Kevin Rumsfeld. Soy el representante de alumnos del consejo escolar, y al parecer me toca hacer de relaciones públicas. Pero bienvenida a Denver.
- Gracias. – le respondí con una sonrisa.
- ¿Vamos ya al internado o prefieres tomar algo antes?
- No, cuanto antes vayamos allá, mejor.
- Entonces, sígueme.
Le hizo una seña a un señor de unos 50 años que parecía ser un chófer, ya que vestía con un uniforme parecido al de los chóferes. El chófer cogió mis maletas y las cargó en el maletero de una limusina negra.
- ¿Y esto?
- Esto es solo el principio. – añadió con una sonrisa enigmática.
Kevin fue contándome cosas del internado de camino al colegio. Al parecer, el internado había sido fundado por su bisabuelo en 1907, y todos los hombres de su familia habían sido los directores, y el último era su padre, Abraham Rumsfeld, y luego él mismo sería el director.
El internado, interesado en la capacidad física de sus alumnos, ofrecía una gran variedad de deportes: volleyball, football, rugby (con equipo que competía contra internados de todo el país), baloncesto, tenis, pádel, esgrima, atletismo, squash… Y además, el internado contaba con 1 pista de golf, pista de atletismo, un campo de rugby gigantesco, pistas para todas sus actividades, piscinas climatizadas, piscinas olímpicas…
También había club de teatro, equipo de animadoras, clases de bailes clásicos (de obligatoria asistencia), clases de protocolo (también obligatorias), clases de baile normal, talleres de manualidades, coro y mil cosas más.
El internado constaba de 7 edificios: en el primero, que era el edificio principal, estaban la secretaría, el comedor principal, la cafetería, la biblioteca (por lo que había podido leer por internet, era de las mejores del país), los despachos de los profesores, el despacho del orientador, las asociaciones de estudiantes e incluso un salón de baile, que solo se utilizaba en el baile de Navidad, en el de primavera y en el de final de curso.
En el segundo edificio, estaban las clases, las salas de audiovisuales, salitas de estudio, las salas de ordenadores, la sala de profesores, y en los pasillos del edificio, las taquillas, con combinación digital y con placa de acero grabada con el nombre; el tercero, los laboratorios de física, química y biología; en el cuarto, el gimnasio cubierto, los despachos de los entrenadores, los vestuarios con jacuzzi, el despacho de las animadoras, la sala de ballet y la sala de baile moderno.
El quinto edificio lo componían un teatro, varias salas de música, una sala de mesa de mezclas, la sala de pintura y un mini cine que solo proyectaba en dos salas; y los dos últimos edificios, que eran las residencias de estudiantes, que aparte de contener las habitaciones con baño privado cada habitación, tenían sala de estudiantes, con muchas televisiones, mini cocina y mini videoclub.
Por algo decían que el internado era el mejor internado del país, aparte de por las instalaciones del internado, por la educación, ya que el internado ofertaba un gran número de universidades, y no solo nacionales, sino también internacionales, además de ofrecer estancias en el extranjero.
Le interrumpí su discurso.
- ¿Y desde cuándo hace que estás aquí?
- Desde que nací.
- Pensaba que sólo se admitían alumnos a partir del primer curso de secundaria.
- Creo que conmigo hicieron la excepción, aunque empecé a estudiar aquí en ese curso.
- ¿Eres hijo de algún profesor?
- Peor aún. Soy el hijo del director.
- Lo siento.
- Y de la orientadora.
- ¿Cómo sobrevives?
- Mis padres me tratan como a uno más, así es más sencillo para los tres. De todas maneras, vivir en el internado no está tan mal. Teniendo en cuenta que hacemos excursiones cada dos semanas a Denver, hay sala de cine y multitud de deportes… No te aburrirás, créeme.
Mientras Kevin me explicaba todo esto, viajamos desde el aeropuerto hasta una verja que parecía antigua, aunque a un lado tenía un dispositivo digital y varias cámaras de vigilancia, además de un vigilante de seguridad, al que Kevin saludó con un gesto.
- Es Greg, el vigilante. Se encarga de permitir el paso o no. Es imposible engañarlo, y también a las cámaras. Pero no creo que nadie quiera escaparse, además, hacen muchas vacaciones, así que…
Avanzamos por un camino asfaltado rodeado de bosque, y justo al salir del bosque divisé un gran edificio de aspecto victoriano. Paramos la limusina enfrente de la puerta del edificio principal. Me bajé del coche. Tuve una sensación de incomodidad fijándome por primera vez en el uniforme de Kevin:
- Kevin.
- ¿Pasa algo Helena?
- ¿No crees que doy el cante así vestida?
- No lo creas. Relájate.
Anduvimos hasta la gran puerta doble de roble. Estaba híper ventilando. Relájate Lena, pensé para mis adentros, muestra a la fiera que llevas dentro. Kevin me sonrió mientras me decía al oído:
- Bienvenida al internado de la perdición.
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